A continuación puede leerse una muestra que abarca aproximadamente la mitad del relato. Por cuestiones técnicas, el formato de texto que aquí encontramos no tiene el diseño final que sí puede encontrarse en las ediciones epub de la Apple Store y Amazon / Kindle Store. La maquetación epub también viene acompañada de algunas ilustraciones, de las que se ha encargado Andrés Vicente.
Mount Clare
—Señor… ¡Despierte! Hemos llegado a nuestro destino —dijo el revisor del tren con un inconfundible acento francés.
—¿Qué? ¿Dónde estamos? —dijo Edgar, incorporándose rápidamente en su asiento.
—En la estación de Mount Clare, Baltimore.
—¿Baltimore? —dijo por unos momentos dubitativo—. ¿Qué hora es?
—Son las nueve en punto. ¿Se encuentra usted bien?
—¡Maldita sea! Mi barco parte en solo una hora. ¿No se suponía que este tren llegaba a las siete de la mañana?
—Hubo desprendimientos sobre las vías del ferrocarril y tuvimos que detener la marcha. ¿A qué barco se refiere?
—El Mosquidobit, me dirijo a Liverpool.
—Se dice que el capitán del Mosquidobit jamás ha amarrado tarde en Nueva York. Yo de usted me daba prisa en llegar al puerto lo antes posible y embarcar. ¿Lleva equipaje?
—Solo esta maleta —dijo Edgar pausadamente, con la mirada perdida, mientras señalaba junto a sus pies.
—Espere, le ayudaré —dijo el revisor mientras la agarraba—. Acompáñeme fuera del tren. Buscaremos a mi amigo Duveau. ¡Su carruaje es más rápido que el viento! De lo contrario, perderá usted el barco.
Edgar bajó del vagón tras el revisor, caminando de manera irregular sobre los adoquines. Recorrieron el andén, hasta llegar a la locomotora de forma rectangular y grandes dimensiones que les había transportado. Se trataba de una de las primeras locomotoras diesel de los Estados Unidos, una Baldwin VO660.
—Gracias por la ayuda, no me encuentro muy bien.
—De nada, hombre. ¿Cómo se llama usted?
—Poe, Edgar Allan.
—Encantado. Yo soy Leblanc. ¿Edgar Allan Poe? ¿El autor de los cuentos grotescos?
—Igualmente. Sí, ese soy yo.
—¡Fantastique! ¡No me lo puedo creer! Me encantan sus pequeñas historias.
—Gracias, pero estoy acabado como escritor. Mi último libro, Eureka, ha sido un absoluto fracaso. Tenía todas mis esperanzas depositadas en él, pero nadie parece comprenderlo.
—Nunca hay que perder la esperanza. Yo nací y crecí en un pequeño pueblo a las afueras de París, mis padres eran pobres y emigraron a Inglaterra, no teníamos ni para comer. Allí se hicieron comerciantes y poco a poco el negocio fue prosperando. Siendo yo todavía demasiado joven los vi fallecer víctimas de la tuberculosis, que se había expandido desde Londres por toda Inglaterra.
—Lo siento mucho.
—Gracias. Seguí adelante con el negocio familiar pero entonces llegó la crisis del pánico de 1825 y la economía se derrumbó. Tuve que cerrar las puertas y usar todos los ahorros de mi vida para embarcar camino de América, sin saber si esa era la decisión correcta. Pero finalmente lo fue, aquí me enamoré, encontré trabajo y comencé una nueva vida.
—Comprendo.
—Por eso, amigo, hay que seguir adelante a pesar de las dificultades.
Edgar y Leblanc atravesaron la estación y salieron hasta la calle. Mount Clare fue una de las primeras estaciones de ferrocarril construidas en los Estados Unidos, en 1830. Años más tarde fue cedida a la compañía de ferrocarriles “Baltimore & Ohio”, pionera en la creación de las primeras rutas comerciales para conectar las grandes ciudades con el transporte a través de grandes ríos y canales de los Estados Unidos.
—¡Mire! Allí está el carruaje de mi amigo Duveau.
—¡Duveau! ¿Llevaría a este viajero rápidamente hasta el puerto? No se puede perder el Mosquidobit, que parte en menos de una hora. ¿Sabe quién es? Edgar Allan Poe, el escritor de quien le hablé.
—Encantado, señor Poe. ¡Por supuesto! Al creador de Las aventuras de Arthur Gordon Pym le cobraré solo la mitad del precio por el trayecto.
—Gracias —dijo Edgar—. Ojalá algunos de mis editores hubieran sido como ustedes. En el mundo de la publicación y la crítica literaria lo que he encontrado es hostilidad hacia mi obra y persona.
—Suba monsieur Poe, no hay tiempo que perder.
Edgar subió al carruaje y dejó la maleta a su lado.
—Esperemos que siga escribiendo historias tan fantásticas desde Europa —dijo Leblanc.
—Gracias por la ayuda y sus consejos, Leblanc —dijo Edgar.
—¡Bon voyage! —dijo Leblanc.
—¡Merci!
—¡Au revoire!
Edgar agarró la maleta con fuerza, al parecerle que iba a salir despedida mientras los caballos de Duveau empujaban con vigor el carruaje. Eran los más rápidos de toda la ciudad. Mientras descendían una larga cuesta, Duveau sacó una botella que tenía escondida debajo de una polvorienta manta.
—¿Quiere un trago? Este whisky de contrabando viene de Escocia. ¡Es el agua de la vida!
—No, gracias, no bebo.
—¿Que no bebe? ¿En serio? Pues se rumorea que lo hace mucho.
—¿Beber yo mucho? ¡No entiendo esa fama de donde sale! En realidad el alcohol me sienta fatal. Hay algo en mi cuerpo que no lo tolera, y me produce un efecto terrible, especialmente en mi cerebro. Los médicos me han prohibido beber una sola copa de alcohol. Por eso he decidido apartarlo de mi vida y me uní en Richmond a los Hijos de la Templanza. No me encuentro en un buen momento de salud, últimamente me duele todo el cuerpo, y he de fumar algo de láudano cada noche para calmar el dolor y poder descansar.
—¿Y funciona eso de los Hijos de la Templanza?
—Sí, desde que me uní a ellos no he vuelto a pegar un trago. Hace dos años comencé a recurrir al alcohol cuando no podía soportar el dolor por la pérdida de mi mujer, Virginia, que nos dejó tan joven por culpa de la tuberculosis.
—Lo siento mucho, señor Poe.
—Gracias.
El carruaje se perdió entre la niebla a todo galope mientras se aproximaban al puerto de Baltimore.
El puerto de Baltimore
Edgar bajó del carruaje y se despidió de Duveau, quién no aceptó su dinero por el trayecto, y salió a toda prisa tras despedirse enérgicamente de él. El sonido de los caballos galopando y relinchando se perdió en el horizonte.
Edgar cogió su maleta y caminó pensativo hacia el muelle, donde solo podía ver a lo lejos algunos mástiles que sobresalían por encima de la densa niebla. En su mente se mezclaban imágenes de los terribles recuerdos de los últimos años, la pequeña Virginia enferma sobre la cama en la pequeña cabaña de Nueva York, la pérdida de algunas de sus amistades tras la publicación de Eureka y la mala recepción, por parte de la crítica, de la que él consideraba la mejor de sus obras.
Mientras avanzaba lentamente, las gaviotas volaban a su alrededor en busca de algún resto de comida, de repente, Edgar notó una presencia extraña acercándose rápidamente por la espalda y agarró con fuerza el asa de su maleta.
—¿Poe? ¡Qué sorpresa! ¿Qué le trae de nuevo a Baltimore? —dijo un hombre cuya edad debía rondar los cuarenta. Tenía el pelo y los ojos de color castaño claro, y una enorme sonrisa que transmitía calma y felicidad.
—¡Snodgrass! ¡Que susto me ha dado! Pensé que era uno de esos ladrones que acechan a los viajeros escondidos entre la niebla —dijo Edgar—. Parto hacia Inglaterra en el Mosquidobit. En Liverpool tomaré un carruaje hasta Irvine, en Escocia. Allí me espera mi amada y prometida, Eleonor.
—¡Mi enhorabuena! ¿Eleonor…? Nunca me había hablado de ella —dijo Snodgrass con una pícara sonrisa.
—Ha sido un secreto guardado en mi corazón durante muchos años. La conocí siendo un niño cuando mi familia se mudó a Escocia, y años más tarde estudiamos juntos en Londres. Tendría que conocerla un día ¡es tan hermosa! Su pelo es dorado y sus ojos azul claro. Vamos a casarnos tras mi llegada. Quizá pueda visitarnos y quedarse unas semanas en nuestro nuevo hogar.
—Me encantaría cruzar el charco, Poe. Cuando haya ahorrado lo suficiente le escribiré, no puedo rechazar un ofrecimiento así. ¿Sabe? Me alegro de verle tan emocionado. Sé que pasó meses muy duros tras la pérdida de Virginia. Noté ese sufrimiento en algunos de sus poemas y cuentos publicados recientemente.
—Fueron muchos años juntos, jamás podré olvidar a mi querida Virginia.
—Era adorable, todo el mundo lo decía. Pero Poe, es hora de tomar un nuevo rumbo en tu vida. Me alegro por la decisión. Sé que ha tenido problemas con sus últimas publicaciones y algunos editores, es hora de marcharse de aquí. Os deseo lo mejor en las lejanas tierras de Escocia, donde creció nuestro admirado Byron.
—Gracias Snodgrass, le escribiré desde mi nuevo hogar. Ahora debo irme y embarcar lo antes posible.
Mientras Edgar se acercaba al muelle, cruzó una esquina donde había tres marineros borrachos sentados en el suelo, delante de unos barriles de vino.
—¡Miren! Si es Poe, ¡el maestro de lo grotesco! —dijo Thomas.
—Lo groooteesssco y lo aaraaaabesssco ¡hip! —dijo otro de los marineros con los ojos inyectados en sangre, al que apenas se le conseguía entender lo que decía.
—¡Ja, ja, ja! —rieron los otros dos marineros.
—Poe, ¿qué le trae de nuevo por Baltimore? Hace años que no le veía por aquí —dijo Thomas.
—Me marcho a Inglaterra en el Mosquidobit. Tengo prisa.
—¿Poe esss el que essscribee sobre cuerrrrvos que habblan? ¡Hip! —dijo el marinero ebrio, con los ojos medio cerrados.
—Muy gracioso… Cuidado cuando beba demasiado no vaya a terminar como uno de mis personajes en El tonel de Amontillado —dijo Edgar mirándole amenazantemente.
—No le haga mucho caso a Collins. Bueno Poe, ¿qué le lleva a Inglaterra? —preguntó nuevamente Thomas.
—Allí me espera Eleonor, mi futura esposa.
—Claro… ¡Hip! Sssi esss que aquí ya no tiene a quién peeedirle la manooo. He essscuchado rumoress de que Hhheleen, a la que dedicó un boema, ha rechazado casssarsse con usted.
—También dijeron en la tabe-be-berna que la he-her-mosa Elmira Royster de Richmond r-re-re-chazó su pro-pro-posición —dijo el otro de los marineros, que había estado observando en silencio mientras se le derramaba el vino de su vaso inclinado sobre el pantalón—. Pa-pa-pa-pa-rece que no le gustó el habi-bi-to por la be-be-bebida de Edddgar.
—¡Ja, ja, ja! —rieron Thomas y Collins al unísono.
—¡Basta ya! ¿Qué sabréis vosotros?
—Poe se va porque ya no que-que-queda una mujer solte-te-ra de Baltimore a Richmond a la que no le haya pe-pe-pedido la mano ya-ya-ya ¡hip!
—¡Olvídenme! ¡Están completamente ebrios! ¡Bastardos! ¡Me marcho de aquí!
—Tómeselo con calma, señor Poe —dijo Thomas. ¡Tenga un buen viaje! Espero que no se encuentren con uno de esos enormes maelstroms como el de su cuento.
—¿Maeeeelsssstttrrrommm? ¡Hip!
—¡Ja, ja, ja!
El Mosquidobit
Edgar se marchó enfurecido, mientras seguía escuchando a lo lejos la risa de los marineros. Llegó hasta el muelle donde estaban atracados los esbeltos clippers, que eran las naves más rápidas y hermosas que habían sido construidas hasta entonces, capaces de poder cruzar el océano.
Allí encontró el Mosquidobit y se dirigió hacia él.
—¿Es usted el capitán? —preguntó Edgar.
—¡Sí! Y usted debe ser Poe ¿verdad? Mi último pasajero de Baltimore. Yo soy Griswold.
—Encantado, Griswold. ¡Así es! Por poco no llego a tiempo, hubo un problema en el ferrocarril.
—¡Yo siempre llego puntual a pesar de las inclemencias del tiempo en alta mar!
—Eso me han contado en la estación.
—Habrá sido ese golfo de Leblanc… ¡Seguro! Bueno, bienvenido a bordo, señor Poe, encontrará su camarote al final del pasillo cuando baje desde la cubierta.
Edgar subió a bordo del clipper y miró hacia el cielo. Las velas estaban siendo desplegadas por un marinero desde lo alto. Bajó por las escaleras al interior del casco y siguió el pasillo hasta el final, donde encontró la puerta abierta. El camarote tenía forma cuadrada y medía apenas dos metros y medio por cada lado. En la pared contigua a la cama, había un cuadro del capitán Griswold, y junto a él se encontraba un ojo de buey a través del cual podía verse el horizonte.
Edgar abrió su maleta, sacó un ejemplar de sus obras, una pequeña libreta de anotaciones y su pluma; y las dejó sobre la pequeña mesita que había junto a la cama. Se tumbó y estuvo leyendo algunas de sus antiguas poesías, recordando el pasado y pensando la forma de mejorar alguna de sus estrofas.
El clipper partió a la hora prevista, el sol brillaba en el cielo con fuerza y la neblina de la mañana había comenzado a despejarse. Edgar subió a cubierta y desde la popa vio cómo dejaban atrás el puerto y cruzaban la bahía hasta llegar a mar abierta. El viento hacía volar los cabellos de Edgar, que parecía rejuvenecer al alejarse de una tierra que había sido demasiado hostil con él. Una paz interior se apoderó de su alma, libre de los espíritus fantasmales que le habían perseguido por toda América.
Pasadas algunas horas de travesía, el barco se detuvo en el puerto de Nueva York, y atracó allí para que subieran a bordo nuevos pasajeros. Tras ello, el clipper partió mar adentro dispuesto a cruzar el océano.
Al anochecer, Edgar subió a cubierta para observar las primeras estrellas en el cielo. En su cabeza resonaban ahora algunos versos que había escrito hacía ya muchos años.
«Y los astros, en sus órbitas,
brillaban pálidos a través de la luz
de la fría luna, ahora más brillante
entre planetas, sus esclavos,
Ella misma en los Cielos
y su destello sobre las olas»
Se dirigió a la popa y desde allí observó la lejana luz del faro de Boston, que había sido el primero construido en los Estados Unidos, sobre la isla de Little Brewster, en Massachusetss.
Eleonor
Al otro lado del océano, en lo alto de un acantilado, Eleonor miraba al horizonte junto a las playas desiertas. El fuerte viento movía su pelo dorado y levantaba su largo vestido. Su cuerpo vibraba como una ola, de la emoción que le producía pensar en el reencuentro con Edgar, a quién había leído con tanta pasión durante los años que habían estado separados.
De regreso a la pequeña aldea de pescadores donde vivía, la hermosa joven se desmayó y cayó sobre la arena. Cuando recobró el conocimiento, tuvo una fuerte tos y un dolor le oprimió el pecho. Se incorporó rápidamente, sacó su pañuelo y se limpió, encontrando restos de sangre en el mismo. La joven tomó el camino más rápido hacia casa para poder llegar antes del anochecer.
—Papá, ha vuelto a sucederme. Me siento tan fatigada… Y sigo teniendo esa fuerte tos que me oprime el pecho.
—No te preocupes, querida hija, mañana mismo llegará el doctor. Ves a la cama y descansa. Todo va a salir bien —dijo su padre, William.
—¿Pero tu crees que es…?
—No presupongamos cosas —dijo William antes de que la joven terminara la frase. El doctor nos dirá su diagnóstico cuando te haya examinado.
William era un pescador a quién le apasionaba la literatura. Sus antepasados habían vivido junto al mar generación tras generación. Cada vez que se adentraba en el oleaje embravecido de las costas de Escocia, gritaba al viento desde la proa los versos de Byron: «Roll on, thou deep and dark blue Ocean—roll!». Él decía haber nacido y sentirse romántico. No temía a la tempestad ni a morir como lo había hecho Percy Bisshe. Eleonor, la tercera de sus hijas, había heredado esa pasión por la poesía y las aventuras desde muy pequeña. La joven soñaba con ser una escritora conocida, ahora que Mary Shelley había demostrado a la sociedad que las mujeres también podían serlo. Desde muy joven, se aventuró a viajar por las tierras altas escocesas, con la única compañía de Frankenstein, su libro favorito.
Eureka
Pasados algunos días de navegación, Edgar subió a cubierta una noche que no conseguía conciliar el sueño. Allí estaba otro de los viajeros, contemplando el cielo estrellado, acompañado por su perro.
—Disculpe, señor ¿es usted Poe, verdad? —le preguntó el viajero.
—Así es, ¿y usted?
—Yo soy Reynolds. Y mi compañero se llama Neptuno. Asistí hace aproximadamente un año a una de sus conferencias sobre el Universo en Nueva York.
—Neptuno… Como el nuevo planeta de nuestro sistema solar —dijo Edgar mientras lo acariciaba. Desde luego que ese es mejor nombre que el siguiente planeta después de Urano. Dígame Reynolds, ¿qué le pareció mi conferencia sobre la cosmografía del Universo?
—¡Ja, ja, ja! También lo prefiero a Le Verrier. ¿Su conferencia? ¡Me encantó! No dudé en leer Eureka tras ella. Me ha fascinado.
—A otros no les ha parecido tan interesante. Supongo que usted habrá leído alguna de las malas críticas que ha recibido el libro.
—No hay que ofenderse por ello, la mayoría de críticos literarios, cuando tienen algo entre las manos que no han visto antes, no saben cómo calificarlo y ninguno se atreve a dar el primer paso. Usted tiene mucho talento y escribe más allá de lo establecido, seguro que eso ha despertado la envidia de más de uno.
—Gracias Reynolds. En todo caso, eso queda ahora atrás, como la tierra baldía de América. Voy a comenzar una nueva vida en la vieja Europa, donde espero que mis nuevos frutos crecerán.
—Estoy seguro de que las ideas de Eureka serán mejor comprendidas en ciudades como Londres, o París. ¿Sabe? Me fascinó cuando usted habló de por qué el cielo es oscuro de noche. Parece algo que damos por hecho, que siempre ha sido así, pero si el universo está lleno de estrellas ¿por qué su luz no inunda el firmamento?
—Fue un astrónomo alemán, Wilhelm Olbers, quien se hizo esa pregunta. Especialmente en lugares como este, a plena noche ¿por qué no está el cielo inundado de luz? En cada uno de los puntos oscuros del cielo debería encontrarse algún destello.
—¡Es una cuestión de tiempo! El tiempo en el que la luz tarda en llegar hasta nosotros.
—Así es Reynolds, la luz tiene una velocidad, una velocidad enorme pero finita, medible, y el espacio es demasiado grande, ¡inmenso! Por lo tanto, solo estamos percibiendo la luz de algunas de las estrellas que hay en el universo. Muchas otras quedan ocultas en la oscuridad, y su luz todavía no ha llegado hasta nosotros.
—Es tan hermoso este pensamiento, aquí mientras contemplamos el cielo y al mismo tiempo imaginamos la remota distancia, y por lo tanto edad del Universo.
—Así es Reynolds, nuestro pasado cósmico tiene una edad. Dios creó una partícula primaria, y de ella se expandió el Universo.
—La cuestión es, ¿por cuánto tiempo lo hará?
—No lo sabemos, pero llegará un punto en el que se contraerá, y volverá a su origen. A la primera partícula. Al comienzo. A Dios.
—Me encanta esta teoría, es como la vida y la muerte de cada uno de nosotros.
—Así es, después de todo, también somos la causa secundaria de aquella Unidad, acompañada por el germen de nuestra inevitable aniquilación.
—Bueno Poe, comienzo a tener mucho frío aquí en cubierta, seguiremos esta charla en otro momento. Pase una buena noche. ¡Vamos Neptuno!
—Igualmente, buenas noches. Ha sido un placer conocerle y poder conversar sobre los orígenes del Universo.
La tormenta
A la mañana siguiente, Edgar despertó empapado de sudor, tras un fuerte estruendo. El resplandor de un rayo penetró por el ojo de buey de su camarote, iluminando el rostro del capitán Griswold en el cuadro, que por momentos parecía poseer una expresión de terror. Había estado soñando que se encontraban en el centro de una tormenta, y que un barco de piratas les acechaba desde las tinieblas. Al aproximarse a ellos, podían ver las velas rasgadas y algunos de sus mástiles caídos, como si el barco representase la propia muerte. Griswold y la tripulación del Mosquidobit comenzaban a disparar desde cubierta a los piratas, hasta descubrir que solo eran espectros y su munición atravesaba sus fantasmales imágenes, solo resquebrajando el casco del ya derruido navío. Fue cuando los espectros comenzaron a abordarles, cuando despertó con el fuerte sonido del trueno.
Se levantó y fue hasta la cocina donde tomó un vaso de café. Por el pasillo podía escuchar los ronquidos del resto de la tripulación. Subió a cubierta. El día había amanecido gris y podía observarse una tormenta a lo lejos en el horizonte.
—No me gustan nada esas nubes que se ven allí lejos —dijo el capitán Griswold desde el timón, después de mirar a través de su catalejo de latón dorado forrado con piel.
—A mí no me gustan nada las tormentas, y menos aquí en alta mar —respondió Edgar.
—¡Ja, ja, ja! Pues prepárese para un día movido. El viento está comenzando a soplar con mucha fuerza. Mire allí a lo lejos cómo se elevan las olas.
—Casi que prefiero no mirar, pasaré el día en el interior del barco.
Edgar regresó a su camarote y comenzó a leer. Pasadas unas horas el vaivén del barco se volvió cada vez más violento.
Al atardecer, el cielo se oscureció como si la noche hubiera llegado repentinamente. Los marineros comenzaron a recoger las velas, mientras caía una intensa lluvia acompañada por rayos que hacían resplandecer el cielo por momentos. Parecía que el Mosquidobit se dirigía hacia el mismísimo fin del mundo. Olas de varios metros de altura comenzaron a golpear el casco de la embarcación, que se movía violentamente de babor a estribor. La madera de cubierta crujía y por momentos parecía que el navío se iba a partir en dos.
Edgar amaba el mar, pero las tormentas eran capaces de sumirle en un momento de locura, como cuando tomaba algo de alcohol. Cada vez que el clipper se inclinaba, su imaginación le hacía creer que por momentos estaban descendiendo en un enorme maelstrom del que nunca saldrían con vida. Trataba de mirar por el ojo de buey del camarote, pero apenas lograba ver algo más que las olas rompiendo con fuerza. Repetidamente volvía a mirar, hasta que lograba encontrar algún reflejo del cielo a través del mismo.
Edgar tomó su libreta y comenzó a escribir un relato para tratar de olvidarse de la tormenta, pero el terror que esta le producía se introdujo entre sus páginas. En su historia, el narrador llegaba en barco hasta un faro, dispuesto a pasar una temporada al cuidado del mismo, para disfrutar de la soledad y escribir allí un libro sin distracción alguna. Únicamente acompañado por su perro, a quien Edgar le dio el nombre de Neptuno, tomándolo prestado del compañero de Reynolds. Edgar se imaginaba un faro enorme como el de Boston, que había visto iluminado a lo lejos cuando dejaron atrás Nueva York. La historia estaba escrita en forma de diario y pasados algunos días, el protagonista comenzaba a escuchar un extraño eco tras los muros circulares. La repetición del insólito sonido, le llevó a inspeccionar las instalaciones del faro, y a temer que su estructura no fuera lo suficientemente fuerte como para soportar un golpe fuerte del oleaje de la zona, de la que algunos marineros afirmaban que cuando el viento soplaba de suroeste, habían visto allí las olas restallar más alto que en ninguna otra parte del mundo.
Mientras escribía, Edgar se preguntaba: «¿Será la quilla de este barco lo suficientemente fuerte como para soportar el oleaje feroz de la tormenta que estamos atravesando? ¿Son los ecos que escucha mi personaje tras los muros circulares, tan temibles como el crujir de la madera que siento bajo mis pies?»
Fin de la muestra de La Ciudad Del Mar.